Aún hay esperanzas (por Néstor Fabián Giménez)

Todos eran pequeños alguna vez, El Kunta,  Juancito, Tomas, el Chino , también Javier, el Nacho, Ezequiel, Santiago y los hijos de la Mabel.

Hijos criados a medias y a los ponchazos en un barrio que de solo nombrarlo ya era motivo para que rechacen tu curriculum.

Padres presos, madres adictas, padres trabajadores ,madres solas, Estado ausente y marginalidad al palo.

Confluencia es su nombre por estar situado en la unión de los ríos Neuquén y Limay, aunque calles adentro solo confluyen la violencia y la rivalidad entre familias por muertes inexplicables, balas perdidas, ajustes de cuentas , y policía violenta , coctel mortal siempre listo para servir.

Mi casa situada en el medio de esa barriada, en donde viven mis hijos solos, con sus edades que van desde los 20 a 27 años; ha sido refugio de muchos. De aquellos que salían en libertad y no tenían donde ir, jamás tuvo cerradura, y nunca a nadie se le negó una mano.

Los niños crecieron y también los conflictos generados a partir de rivalidades o diferencias que ninguno sabe explicar de donde nacieron.

Llegó el asfalto mas rápido que la igualdad social.

En 4 ó 5 años murieron unas 10 personas: balas perdidas, ajustes de cuentas, represalias contra quienes increparon a los pibes de las esquinas.

Tanto así que el tiempo borró la memoria de aquella casa solidaria. Hace poco uno de mis hijos sufrió un robo que quedó en el conato o la tentativa gracias a que «se paró de manos» y agarró a trompadas al agresor, evitando quedarse sin su moto, su medio de transporte para ir a trabajar.

En otros tiempos eso hubiera significado que nadie tomara revancha porque «el pibe peleó por sus cosas mano a mano».

Sin embargo no pasó mucho para que empiecen a rondar la casa para revanchar, hasta que hace unos días le tocó a Tomás, mi hijo menor, y nuevamente fue atacado y esta vez se quedó sin moto, sin campera, sin mochila y con sus ojos negros. Verlo así me puso muy mal.

Las preguntas en mi cabeza eran qué hacer;  salimos a buscarlos hasta que llegamos a casa de uno de ellos, eran las cuatro de la madrugada y la policía rondaba como cuervo que espera una víctima, ya sin importar de que lado. El barrio es así.

Se levantó la mamá, con la que hablamos y accedió a que ingresáramos a su vivienda a retirar la moto. Su hijo no estaba, se había ido al tranza, seguro a llevar la campera de Tomás para cambiarla por merca.
No importaba, ya al menos habíamos recuperado la moto.

Un día después amaneció mi auto con el parabrisas roto, lo que anunciaba que el conflicto seguiría. Ya a esta altura mi casa guardaba en una de sus ventanas un orificio de bala de algún hecho anterior.

Mis hijos no querían volver. «Pá, vendamos la casa, ya fue». Otros consejos también eran que se vayan del barrio antes que maten a uno.

Otros me llamaban ofreciéndome «servicios de matanza para rastreros».

Qué hacer? pensé. Debo pacificar, no hay otra.

Así fue que empecé a buscar a esos pibes , a sus amigos , a los referentes del barrio; hasta conseguir el número de uno de ellos.

Le hablé como un padre, diciéndole que ya estuvo bueno esto, que nadie quiere muertes, que todos lloramos luego y la policía hace dulce con esas lagrimas.

Les ofrecí hacer las paces, olvidar todo y hacer algo por el barrio y los pibes, involucrar a los actores sociales que deben hacer algo por cambiar las cosas sin recurrir a la represión.

Me escucharon y ayer nomás nos reunimos y con mis hijos delante sellamos un acuerdo y la promesa de no seguir con esta violencia.

Espero poder lograr involucrar a todos para terminar con esto y que el barrio empiece a cambiar.

Aún hay esperanzas… lo sé.

Deja un comentario

Tu dirección de correo electrónico no será publicada.